En las últimas décadas, un notable aumento en la inversión extranjera directa (IED) ha sido registrado por la economía global. Se espera comúnmente que dichos flujos de inversión propicien el crecimiento potencial de las naciones que los reciben.
La IED puede generar puestos de trabajo, ayudar a diversificar las exportaciones y modificar la estructura productiva. Todo lo mencionado anteriormente sugiere que la IED genera efectos positivos en el crecimiento y desarrollo de los países que la acogen, razón por la cual varios gobiernos han puesto en marcha políticas orientadas a atraerla, mediante la disminución de las barreras para la inversión extranjera, la creación de programas de promoción de inversiones y/o la aplicación de un variado conjunto de incentivos.
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La IED podría favorecer el desarrollo, aunque esto depende de las características de la economía anfitriona, incluyendo la calidad institucional, la disponibilidad y la calidad del capital humano, la solidez de los sistemas financieros locales, la infraestructura, las estructuras de mercado, los patrones de especialización y las capacidades tecnológicas.
Al mismo tiempo, el tipo de IED que se considere no es irrelevante en cuanto al impacto que ejerce sobre la economía receptora.
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